DITIRAMBOS
DIONISÍACOS
Friedrich Nietzsche.
1888.
Leipzig 1906.
Editorial de C. G. Naumann.
(Primera aparición)
Lima 2019.
Gustavo A. Laime Mitma.
(Traducción)
Éstas son las canciones de Zaratustra que a sí mismo se cantó
para soportar su última soledad.
¡Sólo necio! ¡Sólo poeta!
En la limpidez del aire,
cuando ya el consuelo del rocío
manando baja a la tierra,
invisible, también sin ser oído
— pues delicado calzado lleva
el consuelo rocío, como toda consoladora suavidad —
recuerdas tú ahí, recuerdas tú, corazón ardiente,
cómo una vez sentías sed,
cómo de lágrimas celestes y gotas de rocío,
achicharrado y cansado, sentías sed,
mientras en amarillas sendas de hierba
malvadas miradas vespertinas del sol
corrían en torno a ti a través de negros árboles,
cegadoras y candentes miradas del sol, alegremente hirientes.
»¿El pretendiente de la verdad — tú? así se burlaban —
¡no! ¡sólo un poeta!
un animal, uno astuto, rapaz, furtivo,
que tiene que mentir,
que, sabiéndolo, queriéndolo, tiene que mentir,
lujurioso de presa,
coloridamente enmascarado,
para sí mismo máscara,
para sí mismo presa,
¿él — un pretendiente de la verdad?…
¡Sólo necio! ¡Sólo poeta!
Sólo un hablador colorido,
desde máscaras necias justificándote coloridamente,
dando vueltas por mentirosos puentes de palabras,
por arcos iris de mentiras
entre falsos cielos
vagando, divagando —
¡sólo necio! ¡sólo poeta!
¿Él — un pretendiente de la verdad?…
No quieto, rígido, liso, frío,
convertido en imagen,
en columna de Dios,
no erigido frente a templos,
guardián de un Dios:
¡no! enemigo de tales estatuas de virtud,
más a gusto en la selva que en templos,
lleno de malicia gatuna
saltas a través de toda ventana
¡sas! hacia todo azar,
olfateando bosques vírgenes
para que en ellos
entre animales rapaces de colorido pelaje
corrieses pecadoramente sano, bello y colorido,
con lujuriosos belfos,
bienaventuradamente burlón, infernal, sediendo de sangre
corrieses robando, deslizándote furtivamente, mintiendo…
O igual que el águila, que larga,
largamente mira fijo a los abismos,
a sus abismos…
— ¡oh, cómo aquí se enroscan hacia abajo,
hacia el fondo, hacia dentro,
hacia cada vez más profundas profundidades!
Entonces,
de repente,
volando recto,
en arranque resuelto,
lanzarse sobre corderos,
de golpe hacia abajo, voraz,
lujurioso de corderos,
hostil a todas las almas de cordero,
airadamente hostil a todo lo que mira
virtuoso, de modo ovejil, en embrollada lana,
baboso, con lechosa benevolencia de cordero…
Así,
de águila, de pantera
son los anhelos del poeta,
son tus anhelos bajo miles de máscaras,
¡tú necio! ¡tú poeta!…
Tú que has visto al hombre
como una oveja y un dios —,
desgarrar al dios en el hombre,
como a la oveja en el hombre,
y reír al desgarrar —
¡Ésa, ésa es tu bienaventuranza,
bienaventuranza de una pantera y de un ánguila,
bienaventuranza de un poeta y de un necio!«…
En la limpidez del aire,
cuando ya la hoz de la luna,
verdosa entre rojos purpúreos,
se desliza furtiva y envidiosa,
— enemiga del día,
segando a cada paso en secreto
colgantes praderas de rosas,
hasta que se hunden,
se hunden pálidas hacia la noche:
así me hundí yo mismo una vez
desde la demencia de mis verdades,
desde mis anhelos del día,
cansado del día, enfermo de luz,
— me hundí hacia abajo, hacia la noche, hacia la sombra,
por una sola verdad
abrasado y sediento,
— ¿recuerdas tú aún, recuerdas tú, ardiente corazón,
cómo ahí sentías sed? —
¡sea yo desterrado
de toda verdad!
¡Sólo necio! ¡Sólo poeta!...
Entre hijas del desierto.
1.
»¡No te vayas!, dijo entonces el caminante que se llamaba a sí mismo la sombra de Zaratustra, quédate con nosotros, — de lo contrario la vieja y embotada tribulación podría volver a acometernos.
Ya nos ha dado el viejo mago sus peores cosas, y mira, el buen papa piadoso tiene lágrimas en los ojos y ha vuelto a embarcarse totalmente en el mar de la melancolía.
Estos reyes bien pueden todavía poner ante nosotros buena cara: mas si no tuvieran testigos, apuesto a que también en ellos recomenzaría el juego malvado,
— el juego malvado de las nubes errantes, de la húmeda melancolía, de los cielos cubiertos, de los soles robados, de los rugientes vientos de otoño,
— el juego malvado de nuestro rugir y gritar por socorro: ¡quédate con nosotros, oh Zaratustra! ¡Aquí hay mucha miseria oculta que quiere hablar, mucho atardecer, mucha nube, mucho aire embotado!
Tú nos has alimentado con fuertes alimentos para varones y con sentencias vigorosas: ¡no dejes que, para postre, nos acometan otra vez los espíritus blandengues y femeninos!
¡Solo tú vuelves el aire a tu alrededor fuerte y claro! ¿Encontré alguna vez en la tierra tan buen aire como junto a ti, en tu caverna?
Muchos países he visto, mi nariz ha aprendido a examinar y enjuiciar múltiples aires: ¡mas junto a ti mis narices saborean su máximo placer!
A no ser que —, a no ser que —, ¡oh, perdona un viejo recuerdo! Perdóname una vieja canción de postre la cual una vez, entre hijas del desierto, compuse.
Junto a ellas, en efecto, había igualmente un aire claro y oriental; ¡allí fue donde estuve lo más lejos de la nubosa, húmeda, melancólica Vieja Europa!
Entonces amaba yo a tales muchachas de Oriente y otros azules reinos celestiales, sobre los que no penden nubes ni pensamientos.
No podréis creer de qué modo tan gracioso se estaban sentadas, cuando no bailaban, profundas, pero sin pensamientos, como pequeños misterios, como encintados enigmas, como nueces de postre —
coloridas y extrañas, ¡en verdad!, pero sin nubes: enigmas que se dejan adivinar: por amor a tales muchachas compuse yo entonces un salmo de postre.«
Así habló el caminante, que se llamaba a sí mismo la sombra de Zaratustra; y antes de que alguien le respondiese había tomado ya el arpa del viejo mago, y cruzado las piernas; entonces miró, sereno y sabio, a su alrededor: — y con las narices aspiró lenta e inquisitivamente el aire, como uno que en países nuevos degusta un aire nuevo. Finalmente, empezó a cantar con una especie de rugidos.
2.
El desierto crece: ay de quien alberga desiertos…
3.
¡Ah!
¡Solemne!
¡un digno comienzo!
¡africanamente solemne!
digno de un león
o de un moral mono aullador…
— pero no para vosotras,
querídisimas amigas,
a cuyos pies a mí,
un europeo entre palmeras,
se me concede sentarme. Sela.
¡Maravilloso, en verdad!
Aquí estoy sentado ahora,
cerca del desierto y ya
tan lejos otra vez de él,
tampoco para nada desértico aún:
sino engullido
por este pequeño oasis
— justo abrió bostezando
su encantador hocico,
el más bienoliente de todos los hociquitos:
¡entonces caí dentro,
abajo, a través — entre vosotras,
querídimas amigas! Sela.
¡Salve, salve aquella ballena,
si permitió pues a su huésped
estar a gusto! — ¿Entendéis
mi docta alusión?…
Salve su vientre
si fue pues
un vientre-oasis tan encantador
como éste: cosa que yo, sin embargo, pongo en duda.
Pues vengo de Europa,
que es más reincrédula que todas las esposillas.
¡Quiera Dios mejorarla!
Amén.
Aquí estoy sentado ahora,
en este pequeñísimo oasis,
igual que un dátil,
pardo, dulzonado, supurante de oro,
lujurioso de una redonda boca de muchacha,
pero, más aún, de gélidos
níveos cortantes incisivos dientes
de muchacha: por los que, ciertamente,
suspira el corazón de todos los ardientes dátiles. Sela.
Similar, demasiado similar
a dichos frutos del sur
estoy acostado aquí, con pequeños
insectos alados
en torno a mí bailando y jugando,
asimismo con deseos y ocurrencias
aún más pequeños, más locos,
más malignos, —
rodeado por vosotras,
mudas y llenas de imaginación
muchachas-gatas,
Dudú y Suleica
— circumesfingeado, para en una palabra
aglomerar muchas sensaciones
(—¡me perdone Dios
este pecado de lengua!…)
— sentado aquí, olfateando el mejor aire,
aire de paraíso, en verdad,
aire luminoso y ligero, con rayas de oro,
tan buen aire alguna vez
cayó de la luna,
¿fue por azar
u ocurrió por soberbia?
como cuentan los viejos poetas.
Pero yo, incrédulo, lo pongo en duda,
pues vengo
de Europa,
que es más reincrédula que todas las esposillas.
¡Quiera Dios mejorarla!
Amén.
Sorbiendo este bellísimo aire,
con narices hinchadas cual copas,
sin futuro, sin recuerdos,
así estoy sentado aquí,
queridísimas amigas,
y miro la palmera,
el cómo ella, igual que una bailarina,
se dobla y pliega y balancea sobre las caderas
— se la imita si se la contempla mucho…
¿igual que una bailarina que, a mi parecer,
por mucho, peligrosamente por mucho tiempo,
siempre, siempre, sólo se sostuvo sobre una piernecilla?
— ¿y olvidó por ello, a mi parecer,
la otra piernecilla?
Al menos en vano
busqué la joya gemela
echada de menos
— o sea, la otra piernecilla —
en la santa cercanía
de su queridísimo, graciosísimo,
abanicado y revoloteante tutú oropelado.
Sí, bellas amigas, si queréis
del todo creerme:
la ha perdido…
¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!…
¡Se fue!
¡para siempre se fue!
¡la otra piernecilla!
¡oh, lástima de ese otro encanto de piernecilla!
¿Dónde — estará y se lamentará abandonada,
la piernecilla solitaria?
¿Con miedo acaso ante un
feroz monstruo-león amarillo
de rubios ensortijos? o incluso ya
roída, mordisqueada —
¡lamentable! ¡ay! ¡ay! ¡mordisqueada! Sela.
¡Oh, no me lloréis,
blandos corazones!
¡No lloréis,
corazones de dátil! ¡senos de leche!
¡Bolsitas-corazones de regaliz!
¡Sé varón, Suleica! ¡valor! ¡valor!
¡no llores más,
pálida Dudú!
— ¿O acaso
algo fortificante, fortificante para el corazón
vendría ahora bien?
¿una sentencia ungida?
¿una exhortación solemne?…
¡Ah!
¡Arriba, dignidad!
¡Sopla, sopla otra vez,
fuelle de la virtud!
¡Ah!
¡Rugir una vez más aún,
rugir moralmente,
como león moral rugir ante las hijas del desierto!
— ¡Pues el aullido de la virtud,
queridísimas muchachas,
es, más que nada,
el fervor europeo, el hambre voraz europeo!
Y aquí estoy en pie ya,
como europeo,
¡Otra cosa no puedo, Dios me ayude!
¡Amén!
* *
*
El desierto crece: ¡ay de quien alberga desiertos!
La piedra rechina con la piedra, el desierto devora y estrangula.
La monstruosa muerte mira ardiendo parda
y masca, — su vida es mascar…
No olvides, hombre consumido por la voluptuosidad:
tú — eres la piedra, el desierto, eres la muerte…
* *
*
Última voluntad.
Morir así,
como una vez le vi morir —,
al amigo que rayos y miradas
arrojó divinamente en mi oscura juventud:
soberbio y profundo,
un bailarín en la batalla —,
el más jovial entre los guerreros,
el más grave entre los vencedores,
levantando un destino sobre su destino,
con dureza, meditando, premeditando —:
estremeciéndose por que vencía,
jubiloso de que muriendo vencía —:
dando órdenes mientras moría,
— y ordenaba aniquilar…
Morir así,
como una vez le vi morir:
venciendo, aniquilando…
Entre aves de presa.
A quien aquí quiere bajar,
¡cuán rápido
le engulle la profundidad!
— Pero tú, Zaratustra,
¿amas el abismo todavía,
al igual que el abeto lo haces? —
Éste echa raíces ahí donde
la roca misma estremeciéndose
mira a la profundidad —,
vacila ante abismos,
donde todo en derredor
quiere caer:
entre la impaciencia
de salvajes guijarros y despeñantes arroyos
aguanta paciente, duro, callado,
solitario…
¡Solitario!
¿Quién se atrevería además
a ser huésped aquí,
a ser huésped tuyo?…
Un ave de presa quizás:
que bien se colgaría,
de quien aguanta perenne,
alegremente hiriente de su pelo,
con maníaca carcajada,
carcajada de un ave de presa…
¿A qué tan perenne?
— se burla cruel:
se tiene que tener alas cuando se ama el abismo…
no se tiene que quedar colgando,
¡como tú, colgado! —
Oh, Zaratustra,
¡cruelísimo Nimrod!
¡Hace poco todavía cazador de Dios,
red de captura de toda virtud,
flecha de maldad!
Ahora —
cazado por ti mismo,
tu propia presa,
perforado en ti mismo…
Ahora —
solitario contigo,
bisolitario en el propio saber,
entre cien espejos
falso ante ti mismo,
entre cien recuerdos
inseguro,
cansado con cada herida,
enfriado con cada helada,
estrangulado en la propia cuerda,
¡Conocedor de ti mismo!
¡Verdugo de ti mismo!
¿Por qué te ataste
con la cuerda de tu propia sabiduría?
¿Por qué te atrajiste
hacia el paraíso de la vieja serpiente?
¿Por qué te deslizaste
hacia ti — hacia ti?…
Un enfermo ya,
que por veneno de serpiente enfermo está,
un prisionero ya,
que tira de un pesadísimo destino:
en el propio pozo
trabajando agachado,
encovado en ti mismo,
escarbándote a ti mismo,
desválido,
rígido,
un cadáver —,
sobreapilado por cien cargas
sobrecargado por ti,
¡un sapiente!
¡un conocedor de sí mismo!
¡el sabio Zaratustra!…
Buscabas la carga más pesada
y te encontraste —,
no te arrojas de ti…
Avizorando,
acuclillándote,
¡uno que ya no se para más rectamente!
Te me formarás en uno con tu fosa,
¡espíritu deforme!
Y hace poco todavía tan orgulloso,
¡encima de todas las zancas de tu orgullo!
Hace poco todavía el eremita sin Dios,
el bieremita con el demonio,
¡el príncipe escarlata de toda soberbia!…
Ahora,
entre dos nadas
encorvado,
un signo de interrogación,
un cansado enigma —
un enigma para aves de presa…
— ellas ya te »solucionarán«,
están hambrientas ya de tu »solución«,
ya revolotean en torno a ti, su enigma,
¡en torno a ti, ahorcado!…
¡Oh, Zaratustra!…
¡Conocedor de ti mismo!…
¡Verdugo de ti mismo!…
La señal de fuego.
Aquí, donde entre mares creció la isla,
un altar de piedras abruptamente apilado,
aquí bajo un negro cielo prendió
Zaratustra su fuego de las alturas, —
señal de fuego para marineros extraviados,
señal de interrogación para quienes tienen la respuesta…
Esta llama de vientre gris blanquecino
— cuya ansia agita la lengua hacia frías lejanías,
hacia una altivez cada vez más pura dobla el cuello —
una serpiente erguida de impaciencia:
esta señal he puesto yo delante de mí.
Mi alma misma es esta llama,
insaciable de nuevas lejanías
flamea a lo alto, a lo alto su silencioso ardor.
¿Por qué huyó Zaratustra del animal y del hombre?
¿Por qué se fugó abruptamente de toda tierra firme?
Seis soledades conocía ya —,
pero el mar mismo no le fue bastante solitario,
la isla le permitió subir, sobre la montaña se tornó en llama,
tras una séptima soledad
busca él ahora, arrojando el anzuelo por encima de su cabeza.
¡Marineros extraviados! ¡Vestigios de viejas estrellas!
¡Vosotros mares del futuro! ¡Cielos inexplorados!
hacia todos los solitarios arrojo ahora el anzuelo:
dad respuesta a la impaciencia de la llama,
coged para mí, para el pescador sobre altas montañas,
¡mi séptima y última soledad! — —
Se hunde el sol.
1.
¡No sentirás más sed,
abrasado corazón!
hay promesa en el aire,
desde bocas desconocidas me soplan,
— la gran frescura viene…
Mi sol se hallaba ardiente sobre mí al mediodía:
¡sedme bienvenidas, vosotras que venís,
repentinas brisas,
frescos espíritus de la tarde!
El aire va extraño y puro.
¿No mira de reojo, disimulada
y seductoramente,
la noche hacia mí?…
¡Mantente fuerte, mi valiente corazón!
No preguntes por qué. —
2.
¡Día de mi vida!
se hunde el sol.
Ya se halla la lisa
pleamar dorada.
La roca respira calidez:
¿habrá dormido a mediodía
la felicidad allí su siesta?
En luces verdes
hace jugar felicidad aun el pardo abismo.
¡Día de mi vida!
¡va a anochecer!
Ya arde tu ojo
semicerrado,
ya mana de tu rocío
gotas de lágrimas,
ya corre silenciosamente sobre blancos mares
tu amor púrpura,
tu bienaventuranza última y vacilante…
3.
¡Jovialidad, dorada, ven!
¡Tú, de la muerte
el más secreto y más dulce pre-goce!
— ¿Corrí muy aprisa mi camino?
Sólo ahora, cuando el pie se ha cansado,
me alcanza tu mirada,
me alcanza tu felicidad.
Alrededor tan sólo olas y juego.
Lo que alguna vez fue pesado,
se hundió en azul olvido,
ociosa se halla ahora mi barca.
Tormentas y viajes — ¡cómo olvidó ella eso!
Deseo y esperanza se ahogaron,
lisos yacen alma y mar.
¡Séptima soledad!
Nunca sentí
tan cerca de mí dulce seguridad,
tan cálida la mirada del sol.
— ¿No arde el hielo de mi cumbre aún?
Plateado, ligero, cual pez
se marcha ahora mi bote flotando…
Lamentación de Ariadna.
¿Quién me calienta, quién aún me ama?
¡Dadme manos ardientes!
¡Dadme braseros para el corazón!
Tendida, estremeciéndome,
igual que una mediomuerta a quien se calienta los pies,
agitada, ¡ay!, por fiebres desconocidas,
temblando ante las agudas y heladas flechas del escalofrío,
acosada por ti, ¡pensamiento!
¡Innombrable! ¡Encubierto! ¡Espeluznante!
¡Tú cazador tras las nubes!
¡Relampagueada a tierra por ti,
ojo burlón que desde lo oscuro me miras!
Así yazgo,
me doblo, me retuerzo, atormentada
por todos los eternos martirios,
herida
por ti, el más cruel cazador,
tú, desconocido — dios…
¡Hiere más profundo!
¡Hiere una vez más!
¡Acribilla, rompe este corazón!
¿A qué se debe este martirio
con flechas cual dientes romos?
¿Por qué vuelves a mirar,
no cansado del tormento del hombre,
con ojos alegremente hirientes cual rayos divinos?
¿No quieres matar,
sólo martirizar, martirizar?
¿A qué — el martirio hacia mí,
tú alegre hiriente y desconocido dios?…
¡Haha!
¿Te acercas furtivo
en esta medianoche?…
¿Qué quieres?
¡Habla!
Me presionas, me oprimes,
¡Ha! ¡demasiado cerca ya!
Me oyes respirar,
escuchas mi corazón,
¡tú celoso!
— ¿pero celoso de qué?
¡Fuera! ¡Fuera!
¿para qué la escalera?
¿quieres ahí dentro,
en el corazón, subir,
en mis más secretos
pensamientos subir?
¡Sinvergüenza! ¡Desconocido! ¡Ladrón!
¿Qué te quieres llevar?
¿Qué quieres oír?
¿Qué me quieres sacar?
¡tú torturador
¡tú — verdugo-dios!
¿O es que debo, al igual que el perro,
revolcarme ante ti?
¿Entregada y entusiasmada fuera de mí
menearte en son de amor — la cola?
¡En vano es!
¡Sigue punzando!
¡Cruelísimo aguijón!
No un perro — tu caza tan sólo soy,
¡cruelísimo cazador!
tu más orgullosa prisionera,
asaltante tras las nubes…
¡Habla por fin!
¡Tú, encubierto por el rayo! ¡Desconocido! ¡habla!
¿Qué es lo que quieres, salteador, de — mí?…
¿Cómo?
¿Rescate?
¿Qué pides de rescate?
Exige mucho — ¡te lo aconseja mi orgullo!
y habla poco — ¡te lo aconseja mi otro orgullo!
¡Haha!
¿A mí — es a quien quieres? ¿a mí?
¿a mí — toda?
¡Haha!
¿Y me martirizas, necio tú,
mortificas mi orgullo?
Dame amor — ¿quién aún me calienta?
¿quién aún me ama?
dame manos ardientes,
dame braseros para el corazón,
dame a mí, a la más solitaria,
a la que el hielo, ¡ay!, siete capas de hielo
enseñan a añorar enemigos,
incluso enemigos,
dame, sí, entrégame,
cruelísimo enemigo,
dame — ¡a ti mismo!…
¡Se fue!
huyó él también,
mi único camarada,
mi gran enemigo,
mi desconocido,
¡mi verdugo-dios!…
¡No!
¡vuelve!
¡Con todos tus martirios!
Todas mis lágrimas corren
hacia ti su curso
y la última llama de mi corazón
para ti se alza ardiente.
¡Oh, vuelve,
mi desconocido dios! ¡mi dolor!
¡mi última felicidad!…
Un rayo. Dioniso se torna visible en esmeralda belleza.
Dioniso
¡Sé inteligente, Ariadna!…
Tienes orejas pequeñas, tienes mis orejas:
¡introduce una palabra inteligente en ellas! —
¿No se tiene uno primero que odiar si se ha de amarse?…
Yo soy tu laberinto…
Fama y Eternidad.
1.
¿Cuánto tiempo estás sentado ya
sobre tu desgracia?
¡Atento! Me terminarás empollando
un huevo,
un huevo de basilisco
salido de tu largo lamento.
¿Por qué va Zaratustra furtivo por la montaña? —
Desconfiado, ulcerado, sombrío,
un avizorador por largo tiempo —,
pero, de repente, un rayo,
claro, horrible, un impacto
contra el cielo desde el abismo:
— la montaña misma se sacude
en sus entrañas…
Allí donde odio y destello de rayo
se tornaron uno, una maldición —,
sobre las montañas devasta ahora la ira de Zaratustra,
cual nubarrón va despacio en su camino.
¡Escóndase quien tenga un último cobijo!
¡A la cama, vosotros, los delicados!
Ahora retumban truenos sobre las bóvedas,
ahora tiembla lo que es viga y muro,
ahora convulsionan rayos y sulfúricas verdades —
Zaratustra maldice…
2.
Esta moneda, con la que
todo el mundo paga,
la fama —,
con guantes agarro esta moneda,
con asco la pisoteo debajo de mí.
¿Quién quiere ser pagado?
Los que están en venta…
Quien vendible se halla, coge
con grasientas manos
la fama, ese mundial repiqueteo de hojalatas.
— ¿Quieres comprarlos?
Están todos ellos en venta.
¡Pero ofrece mucho!
¡tintinea con la bolsa llena!
— de lo contrario los fortaleces,
de lo contrario fortaleces su virtud…
Son todos ellos virtuosos.
Fama y virtud — eso rima.
Mientras viva el mundo,
éste pagará el charloteo de la virtud
con el traqueteo de la fama —,
de este ruido vive el mundo…
Ante todos los virtuosos
quiero yo ser culpable,
¡llamado culpable de toda gran deuda!
Ante todas las trompetas de la fama
mi ambición se torna un gusano —,
entre tales me apetece
ser el más bajo…
3.
¡Silencio!
Sobre las cosas grandes — ¡veo una que lo es! —
se debe callar
o hablar en grande:
¡habla en grande, mi extasiada sabiduría!
Veo hacia arriba —
mares de luz retumban allá:
— ¡oh, noche! ¡oh, callar! ¡oh, ruido de silencio mortal!…
Veo una señal —,
desde lejanísimas lejanías
baja lenta y centelleando una astral figura hacia mí…
4.
¡Astro supremo del ser!
¡Tabla de figuras eternas!
¿Vienes tú a mí? —
Lo que nadie ha visto,
tu muda belleza, —
¿cómo? ¿es que ella no rehuye mi mirada?
¡Escudo de lo necesario!
¡Tabla de figuras eternas!
— sí que lo sabes:
lo que todos odian,
lo que solo yo amo,
¡que tú seas eterno!
¡que tú seas necesario!
Mi amor se inflama
eternamente sólo con la necesariedad.
¡Escudo de lo necesario!
¡Astro supremo del ser!
— que ningún deseo alcanza,
que ningún No mancilla,
eterno Sí del ser,
soy tu Sí eterno:
¡pues te amo, oh eternidad! — —
De la pobreza del más rico.
Diez años se han ido —,
ninguna gota me llegó,
ningún viento húmedo, ningún rocío de amor
— una tierra sin lluvia…
Ahora pido a mi sabiduría
no hacerse avara en esta sequía:
¡rebálsate tú misma, gotea tú misma rocío,
sé tú misma lluvia del yermo amarillo!
Una vez llamé a las nubes
a irse de mis montañas, —
Una vez dije »¡más luz, oscuras!«
Hoy, las seduzco para que vengan:
¡volved oscuro mi alrededor con vuestras ubres!
— quiero ordeñaros a vosotras,
¡vacas de las alturas!
Sabiduría cual cálida leche, rocío dulce de amor
rebalso yo sobre la tierra.
¡Lejos, lejos, verdades
que miráis sombríamente!
No quiero en mis montañas
ver verdades agrias e impacientes.
Dorada por su sonrisa
se me acerca hoy la verdad,
endulzada por el sol, vuelta parda por el amor, —
una verdad madura solo cojo yo del árbol.
Hoy extiendo la mano
hacia los ensortijos del azar,
suficientemente inteligente para
conducirlo como a un niño, para pasarme de listo.
Hoy quiero ser hospitalario
ante lo inbienvenido,
ante el destino mismo no quiero ser punzante
— Zaratustra no es ningún erizo.
Mi alma,
insaciable con su lengua
lamió ya todas las cosas buenas y malas,
en todas las profundidades se sumergió.
Pero siempre, al igual que el corcho,
vuelve a flotar en la superficie,
jugando aquí y allá cual aceite sobre el pardo mar:
por esta alma se me llama el afortunado.
¿Quiénes son mi padre y madre?
¿no es mi padre el príncipe sobreabundancia
y mi madre el reír silencioso?
¿no me engendró esta unión conyugal de dos
a mí, animal de enigmas,
a mí, monstruo de luz,
a mí, derrochador de toda sabiduría, Zaratustra?
Enfermo hoy de ternura,
cual viento de rocío,
aguarda Zaratustra sentado, aguarda en sus montañas, —
en el propio jugo
dulcificado y cocido,
debajo de su cumbre,
debajo de su hielo,
cansado y bienaventurado,
un creador en su séptimo día.
— ¡Silencio!
Una verdad anda sobre mí,
igual que una nube, —
con rayos invisibles me alcanza.
En amplias y largas escalinatas
su fortuna baja hasta mí:
¡ven, ven, amada verdad!
— ¡Silencio!
¡Es mi verdad!
Desde vacilantes ojos,
desde aterciopelados estremecimientos
me alcanza su mirada,
encantadora, malvada, una mirada de muchacha…
Ella adivinó la razón de mi fortuna,
me adivinó a mí — ¡ay! ¿qué maquina ella? —
Purpúreo avizora un dragón
en el abismo de su mirada de muchacha.
— ¡Silencio! ¡Mi verdad habla! —
¡Ay de ti, Zaratustra!
Te ves como uno
que ha tragado oro:
¡un día te rajarán el vientre!…
Demasiado rico eres,
¡tú, corruptor de muchos!
A muchos los vuelves envidiosos,
a muchos los vuelves pobres…
a mí misma tu luz me arroja sombra —,
escalofríos me da: vete, rico,
vete, Zaratustra, ¡sal de tu sol!…
Tú querrías dar, ceder tu sobreabundancia,
¡pero tú mismo eres el más sobreabundante!
¡Sé inteligente, tú rico!
¡Date tú mismo como regalo primero, oh Zaratustra!
Diez años se han ido —,
¿y ninguna gota te llegó?
¿ningún viento húmedo? ¿ningún rocío de amor?
Pero, ¿quién habría además de amarte a ti,
suprarico?
Tu fortuna vuelve árido el alrededor,
crea pobreza de amor,
— una tierra sin lluvia…
Nadie te agradece más,
pero tú agradeces a todo
el que toma de ti,
en ello te reconozco,
tú suprarico,
¡tú el más pobre de los ricos!
Te sacrificas, tu riqueza te atormenta —,
te entregas,
no te cuidas, no te amas,
tu gran tormento te obliga todo el tiempo,
el tormento de un granero supralleno, de un corazón supralleno —
pero nadie te agradece más…
Tienes que volverte más pobre,
¡sabio ignorante!
si quieres ser amado.
Se ama sólo al que sufre,
se da amor sólo al hambriento:
¡date tú mismo como regalo primero, oh Zaratustra!
— Yo soy tu verdad…